La hora de la República

December 25, 2010

Como otra Nochebuena más, el Rey aparecía por televisión, en horario de máxima audiencia, para dirigir unas palabras a la Nación. Tras las típicas bromas sobre su acento, algunos le prestarían atención, otros seguirían atacando con avidez el jamón o la humilde cena de ayer -según la situación económica de cada uno- o simplemente cambiarían de canal, que para “oír ese coñazo ya están otros”. Lo cierto es que el Jefe del Estado habitualmente se dirige a la Nación en otros países y nada de ello es susceptible de ataque o crítica. El Rey cumplía ayer su función representativa del Estado.

Sin embargo el Rey llegó ahí a partir de la legitimidad franquista. Ni siquiera dinástica. La legitimidad democrática la obtuvo, muy a duras penas, tras la ratificación de la Constitución de 1978, y la sacralización de la misma no nos debe llevar a no preguntarnos sobre la esencia de la Jefatura del Estado. Los españoles que, como cualquier otra sociedad, aspiramos a la máxima libertad posible; no debemos limitarnos a la elección de nuestros representantes.

El Rey y la Corona han funcionado bien. Gozan del apoyo de la sociedad. Nos cuesta poco en comparación con otras Jefaturas del Estado. Ninguno de esos argumentos me parece válido contra el que sostiene un republicano de verdad: tengo derecho a elegir a mis representantes. Lo contrario implica autocracia, superioridad política; la capacidad de decidir por mí lo que quiero hacer sobre una esfera tan importante como es la política. La postura monárquica, en definitiva, por bienintencionada y cándida que pueda ser, se sustenta sobre la creencia de la inmadurez de una Nación y, por supuesto, de una radical falta de autoestima personal. De nada sirve abogar por la monarquía mientras se piensa que uno sí podría ser republicano, pero que “la mayor parte del país no tendría ni idea”.

Dicha peligrosa idea justifica las dictaduras. El caudillismo y el borreguismo al que estamos acostumbrados, por desgracia, en este país. Dicha peligrosa idea no es sino la traslación moderna de ese pensamiento elitista burgués. Sólo los más válidos podemos contar en la configuración política del Estado.

Quizá sea mi gusto por lo romano. Ese misticismo senatorial que me atrae. Quizá sea mi amor exagerado por lo francés. Pero hay que dejarse de tanto grito pseudomarxista -siempre con la chequera de papá en el bolsillo- en las manifestaciones por la República y recordar que fueron liberales los que trajeron esta forma de Estado a nuestro país. Fue Salmerón. Fue Castelar. Fue Ortega y Gasset. Marañón, Azaña, Alcalá-Zamora. Liberales y españoles. Patriotas que, en sus horas más altas, quizás no estuvieron a la altura de las circunstancias; pero siempre republicanos.

La República debe ser un edificio en el que todos los españoles participen y para ello no sirven las vanas excusas de los monárquicos. No sirven los chillidos de cuatro estudiantes en las calles -regado con una oratoria que espanta a cualquiera con dos dedos de frente-. Juan Carlos I, como humano, envejece. Y el republicanismo debe estar listo para dar el salto a la palestra cuando llegue el momento. Es la hora de la República.

Salud y libre comercio.